

¡Hola! Me llamo Emma, y quiero contarte la historia de la noche de Halloween más loca que he vivido. Todo empezó cuando estaba en mi habitación, poniéndome mi disfraz de bruja. Sí, ya sé, todos los años soy lo mismo, pero es que me encanta mi sombrero gigante y mi escoba, aunque, la verdad, no vuela. Pero esa noche no iba a ser como las demás. No, esa noche fue… diferente.
—¡Emma, baja ya, o los dulces desaparecerán! —gritó mamá desde la puerta.
"¿Desaparecerán? ¡Qué exagerada!" pensé, mientras bajaba las escaleras a toda velocidad. Pero cuando salimos a la calle, me di cuenta de que mamá no estaba tan equivocada. El vecindario estaba... ¡vacío! No había ni un solo niño pidiendo "¡Queremos Halloween, Queremos Halloween!", ni una sola casa decorada, ni luces parpadeantes, ni dulces en las puertas. Nada.
—Mamá, esto es raro, ¿no? —le pregunté, tratando de no sonar asustada.
—Sí, es como si todos se hubieran ido a dormir temprano —respondió mamá, arrugando el ceño.
"¿A dormir? ¡En Halloween? ¡No lo creo!" pensé, y fue entonces cuando lo vi. Algo pequeño y rápido se movía entre los arbustos. Me acerqué, y lo que vi me dejó helada.
Era un pequeño duende, con un gorro puntiagudo y orejas tan largas que casi le tocaban los hombros. Tenía una expresión traviesa en la cara y estaba arrastrando una bolsa tan grande que apenas podía con ella.
—¡Oye tú! —grité, con toda la valentía que pude reunir.
El duende se detuvo en seco, giró la cabeza y me miró con esos ojos enormes y brillantes. No parecía asustado, más bien sorprendido.
—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo el duende, con una voz aguda—. ¿Qué tenemos aquí? Una niña valiente enfrentándose a un duende en pleno Halloween. No es algo que se vea todos los días.
—¿Qué estás haciendo con todos esos dulces? —le pregunté, señalando la bolsa que apenas podía arrastrar.
—Oh, esto... —dijo el duende, rascándose la cabeza—. Bueno, técnicamente los estoy... tomando prestados.
—¿Tomando prestados? —repetí, con incredulidad—. ¡Te estás robando todos los dulces del vecindario!
—Robar es una palabra muy fea, no lo ves así, ¿eh? —respondió el duende, poniéndose en pie y cruzando los brazos—. Yo prefiero pensar que los estoy... guardando. Para que no se desperdicien, ya sabes.
—¡No se van a desperdiciar! Los niños los van a comer, ¡como todos los años! —le dije, ahora más molesta que asustada.
El duende suspiró y se dejó caer sobre la bolsa de dulces, como si estuviera agotado.
—Mira, niña... —dijo finalmente—. Yo soy Tristán, el duende de Halloween. Mi trabajo es asegurarme de que todos se diviertan, ¿entiendes? Pero este año, algo cambió. Los niños ya no parecen disfrutar como antes. Solo les importan las tablets, los videojuegos, ¡y casi nadie sale a pedir dulces como antes! Así que pensé que si desaparecían los dulces, todos se darían cuenta de lo importante que es Halloween.
Me quedé mirándolo, sin saber si reír o sentir lástima. La verdad es que, en parte, tenía razón. Pero robarse todos los dulces… eso no era la solución.
—¿Y si en lugar de robarlos, haces algo que realmente anime a los niños a salir? —le sugerí, tratando de ser razonable.
—¿Y qué sugieres, sabionda? —dijo Tristán, con un toque de sarcasmo, pero con un brillo de curiosidad en sus ojos.
Pensé por un momento, y entonces se me ocurrió.
—Podrías hacer que los dulces aparezcan mágicamente en las puertas cuando los niños se acerquen. ¡Eso haría que salgan corriendo de sus casas! Y, por supuesto, nada de robárselos.
Tristán se quedó en silencio, considerando mi idea. Finalmente, una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.
—Me gusta cómo piensas, Emma —dijo—. Pero necesitaré tu ayuda para hacer que funcione. No puedo hacerlo solo.
—¿Mi ayuda? —pregunté, sorprendida—. ¿Cómo podría ayudarte?
—Tienes algo que yo no tengo —dijo, señalándome—. Corazón. Y no me malinterpretes, soy un duende y sé de magia, pero la magia verdadera viene del corazón. Necesitaré tu energía para lanzar el hechizo.
Esto se estaba poniendo cada vez más raro, pero ¿qué podía perder? Asentí con la cabeza y tomé la mano que me ofrecía. En ese momento, sentí una especie de cosquilleo en mi pecho, y una luz suave comenzó a brillar entre nuestras manos unidas.
—¡Feliz Halloween! —gritó Tristán, mientras levantaba nuestras manos hacia el cielo.
De repente, una ráfaga de luces naranjas y moradas salió disparada hacia todas las casas del vecindario. En cada puerta, comenzaron a aparecer montones de dulces, más dulces de los que jamás había visto. Las luces de las casas se encendieron y los niños empezaron a salir corriendo, gritando emocionados.
—¡Lo logramos! —exclamé, mirando a Tristán con una gran sonrisa.
—Sí, lo hicimos —dijo él, con una sonrisa de satisfacción—. Y ahora, Emma, es hora de que disfrutes de la mejor noche de Halloween de tu vida.
Y así fue. Tristán y yo recorrimos el vecindario, asegurándonos de que cada niño tuviera su bolsa llena de dulces. Y aunque había sido una noche extraña, resultó ser la más divertida de todas. Al final, cuando ya estaba en casa, Tristán me guiñó un ojo y desapareció en una nube de polvo brillante.
—¡Feliz Halloween, Emma! —dijo mamá mientras cerraba la puerta.
Y así, con una bolsa llena de dulces y un nuevo amigo duende, me di cuenta de que a veces, hasta las travesuras más grandes pueden llevar a algo bueno… siempre y cuando tengas un poquito de magia en el corazón.
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