top of page

Sabrás que te quiero


 
Audio cover
Sabrás que te quieroHumberto Moheno


Garibaldi es un lugar de encuentros y despedidas, de risas y lágrimas, donde las cuerdas de una guitarra pueden mezclar la alegría con la tristeza en una misma nota. Ahí, en medio de mariachis que venden serenatas al mejor postor, estaba Pepe, el mariachi de las doce. Un tipo alto, de tez morena y ojos oscuros que parecían haber visto más noches que días. Su voz, grave y cargada de melancolía, atraía a los transeúntes como una sirena en la penumbra.


Era una noche cualquiera cuando Ana llegó a Garibaldi, arrastrada por sus amigas que buscaban un poco de diversión después de unas copas de más. Ana, una mujer de la alta sociedad, de esas que nunca hubieran imaginado estar en un lugar como ese, había seguido a sus amigas más por compromiso que por deseo. Su vida estaba marcada por la monotonía de un matrimonio sin amor, un matrimonio que alguna vez fue prometedor, pero que ahora solo era una jaula dorada en las Lomas.


—¡Mira, Ana! ¡Ese mariachi se parece a Alejandro Fernández! —exclamó una de sus amigas, señalándolo.


Ana miró hacia el hombre con la guitarra. Era cierto, había algo en él que recordaba al famoso cantante, pero no era solo su aspecto lo que la intrigó, sino la tristeza que emanaba de su música. Mientras sus amigas reían y brindaban, Ana se quedó en silencio, observándolo, sintiendo cómo cada nota la atravesaba, despertando algo que creía haber olvidado hace tiempo.



Al terminar su canción, se acercó a la mesa de Ana y sus amigas, esperando que, como tantas veces, pidieran una serenata. Pero esta vez, no fue así. Las amigas, demasiado ocupadas en su propia fiesta, lo ignoraron. Sin embargo, Ana, con un gesto tímido, lo llamó.


—¿Podrías tocar algo solo para mí? —le pidió, su voz apenas un susurro entre el ruido del bar.


Él la miró, sorprendido. No era común que alguien de su clase le hablara con tanto respeto. Asintió y comenzó a tocar una melodía suave, una canción que hablaba de amores imposibles, de deseos que nunca se cumplen. Mientras tocaba, Ana lo miraba, y por un momento, el mundo alrededor desapareció. Solo estaban ellos dos, unidos por la música.


Al terminar, Ana lo miró a los ojos y le sonrió, una sonrisa triste, pero sincera.


—Gracias —dijo, y el mariachi, sin saber por qué, sintió que esas palabras significaban más de lo que parecían.


Esa noche, Ana volvió a casa con la melodía de Pepe resonando en su mente, mientras su esposo dormía profundamente a su lado, ajeno a todo lo que había sucedido. Algo en ella había despertado, algo que no sabía cómo manejar, pero que sabía que no podía ignorar.

I

Las semanas siguientes, Ana no pudo quitarse al mariachi de la cabeza. Volvió a Garibaldi una y otra vez, buscando al mariachi, necesitando escuchar su música, sentir esa conexión que no encontraba en ningún otro lugar de su vida. Sus amigas empezaron a notar su cambio de actitud, sus visitas nocturnas cada vez más frecuentes.


—¿Otra vez vas a Garibaldi? —le preguntó una de ellas—. ¿Qué tienes con ese lugar?

Ana se encogió de hombros, sonriendo para sí misma. —Solo me gusta la música —respondió, aunque sabía que había más que eso. Era la tristeza del mariachi, su pasión, lo que la atraía. En su vida llena de lujos, había encontrado un escape en la música de un hombre que, aunque no tenía nada, lo daba todo en cada nota.


Pepe, por su parte, no podía evitar notar la presencia constante de Ana. Intentó conquistarla de manera tradicional, como lo había hecho con tantas otras mujeres en Garibaldi, pero Ana no era como las demás.


Un día Ana le preguntó su nombre, el se presentó y la llevó a una cantina cercana, donde intentó impresionarla con su voz y sus historias de noches interminables, pero Ana solo reía, viendo más allá del show que Pepe intentaba montar.


—No necesitas impresionarme —le dijo una noche, mientras compartían una botella de tequila—. Solo canta, Pepe. Solo canta.


Y así lo hizo. Con el tiempo, Pepe dejó de intentar conquistarla con palabras vacías, y simplemente le dio lo que mejor sabía dar: su música, su tristeza, su verdad. Pero mientras lo hacía, algo dentro de él también cambiaba. La música que había usado para mantener a la gente a distancia ahora lo estaba acercando a alguien que nunca habría imaginado conocer.


Una noche, después de varias canciones y demasiadas copas, Ana y Pepe terminaron en un pequeño hotel cercano a Garibaldi. Fue un impulso, una decisión tomada sin pensar, pero en el momento en que cruzaron la puerta de la habitación, ambos supieron que algo estaba mal.


Pepe la miró a los ojos, intentando encontrar la misma pasión que había sentido en sus canciones, pero lo único que encontró fue miedo. Ana, de pie junto a la cama, temblaba, no de frío, sino de la realidad que la golpeaba con toda su fuerza.


—No puedo hacerlo, Pepe —dijo, con la voz quebrada—. No puedo engañar a mi esposo.

Pepe sintió un peso en su pecho, pero no de celos ni de enojo, sino de comprensión. Sabía que Ana no estaba preparada para cruzar esa línea, y tampoco él quería ser la razón de su arrepentimiento.


—No tienes que hacerlo —respondió, con una suavidad que no solía mostrar—. Vamos a salir de aquí.


Sin decir más, la llevó de vuelta a Garibaldi, donde la dejó en el taxi que la llevaría de vuelta a su realidad. Antes de que ella se fuera, Pepe tomó su guitarra y, como despedida, tocó una última canción para ella. Fue una melodía que hablaba de amor y de despedidas, de lo que podría haber sido, pero nunca será.


Ana lo escuchó desde el taxi, con lágrimas en los ojos, sabiendo que esa sería la última vez que lo vería.


Al día siguiente, Pepe tomó una decisión. Sabía que no podía seguir en Garibaldi, sabiendo que Ana volvería a buscarlo, sabiendo que no podían estar juntos. Así que hizo lo único que podía hacer: se fue.


Dejó la ciudad, sin decirle nada a nadie, sin dejar rastro. Se fue en silencio, llevándose con él los recuerdos de esas noches con Ana, de las canciones que habían compartido, de lo que podría haber sido si el mundo fuera diferente.


Ana volvió a Garibaldi varias noches más, esperando encontrarlo, esperando escuchar su música una vez más, pero todo lo que encontró fue un silencio que la envolvía como un manto.


Y así, una noche, desde la distancia, Ana escuchó una última canción. No sabía si era su imaginación, si era su corazón jugando con ella, pero la escuchó, clara y nítida, palabras que le dijo Pepe el día de la despedida: "Sabras que te quiero"


Pepe se había ido, pero su música quedaría con ella para siempre, como un recuerdo agridulce de una historia que nunca pudo ser.


Ana regresó a su vida en las Lomas, a su matrimonio sin amor, a su jaula dorada. Pero algo en ella había cambiado. Ya no era la misma mujer que había sido antes de conocer a Pepe. Sabía que no podía tenerlo, pero también sabía que lo que había vivido con él le había devuelto algo que creía perdido: la pasión, el deseo de sentir, de vivir.


Pepe, por su parte, continuó su vida de mariachi en otra ciudad, lejos de Garibaldi, lejos de Ana. Sabía que había tomado la decisión correcta, pero eso no hacía que fuera más fácil. Cada vez que tocaba su guitarra, pensaba en ella, en lo que podrían haber sido, en lo que nunca serían.


Unos años después, en el Callejón del Sapo de Puebla, una mujer se acercó a Pepe y, mirándolo a los ojos, solo le pudo pedir una canción: Sabrás que te quiero

 


Comentarios


bottom of page