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En los leones de San Mamés

Actualizado: 13 ene



Cuando nací, hace ya 60 años, el Athletic Club de Bilbao ya era una leyenda. Aunque para ser sinceros, nací llorando más porque me quitaron mi primer balón (es decir, una cebolla) que por amor al fútbol. Mis primeros recuerdos son en blanco y negro, como las fotos de mi niñez. En ellas aparezco yo, un renacuajo con pantalones cortos, y detrás, mi padre y mis hermanos mayores gritando como leones enjaulados cada vez que el Athletic marcaba un gol en San Mamés.


El fútbol no era solo fútbol, no en nuestra casa. Mi madre decía que en el salón se gritaba más que en las asambleas de políticos en el ayuntamiento. Pero no era un equipo lo que seguíamos: era nuestra familia. Los jugadores eran vascos, de los nuestros. En el campo, ellos eran una extensión de nuestra tierra; en las gradas, nosotros éramos una extensión de ellos. Y en el sofá de casa, yo era la extensión de la tortilla de patatas que preparaba mi madre los domingos.


Aún recuerdo la Liga del 83-84. ¡Madre mía, qué temporada! Ganamos la Liga y la Copa, el famoso doblete que nos hizo inmortales. Por aquel entonces, yo tenía piernas ágiles y una voz que aún no se había gastado de tanto gritar. En la portería, Zubizarreta parecía más una muralla que un portero. En la defensa, Goikoetxea, al que llamábamos “El León de Hierro”, tenía una habilidad especial: rompió más piernas que una escalera vieja. Pregúntenle a Maradona.


No había dinero que pudiera comprar esa pasión. Éramos leones, y cada partido era una batalla, no por ganar títulos, sino por defender algo más grande que el fútbol: nuestra identidad. Había orgullo, había pasión, y lo mejor: había gabarra en la ría.


Pero luego todo cambió. El fútbol empezó a llenarse de dinero. Magnates extranjeros aparecieron comprando equipos como quien compra zapatillas en rebajas. El Real Madrid y el Barcelona comenzaron a llenar sus filas de jugadores que parecían más modelos de catálogo que futbolistas. Y no voy a mentir, me dolía verlos ganar títulos con fichajes millonarios mientras nosotros seguíamos con nuestra filosofía: cantera y jugadores vascos.


Mis amigos se burlaban. Me decían: “Oye, ¿cuándo vais a fichar a Messi? ¿O a Cristiano?” Y yo, con una paciencia digna de un santo, les respondía: “El Athletic no necesita estrellas. Nosotros hacemos estrellas. ¿Y tú qué sabes de Messi? ¿Es vecino tuyo, acaso?”


Claro, también estaban los que decían que estábamos condenados, que nunca podríamos competir con los grandes. ¿Y saben qué? Puede que tuvieran razón. Pero ¿qué importa? Porque cada vez que entro en San Mamés, lo que siento no se puede comprar ni con todo el oro de Qatar. En las gradas no hay turistas sacándose selfies, hay gente de verdad, gente que vive y muere con el equipo.


Los años pasaron, y con ellos se fueron las viejas glorias. Mi pelo se fue volviendo blanco (los pocos pelos que quedan, claro), y mi espalda dejó de soportar los saltos cada vez que marcábamos un gol. Pero seguí fiel. Fiel como un perro a su amo. Cada domingo, mi bufanda rojiblanca salía del cajón, incluso cuando el equipo apenas lograba mantenerse a mitad de tabla.


Mis amigos me llamaban romántico, un viejo testarudo. Y puede que lo sea, pero ¿cómo explicarles que ser del Athletic no es solo amar un equipo? Es amar una idea, un sentimiento, una conexión con mi tierra y mi gente.


Entonces llegó la sorpresa. La Copa del Rey, año 2024. Nadie nos daba como favoritos. En las apuestas, el Athletic tenía menos probabilidades de ganar que yo de volver a correr un maratón. Pero ahí estábamos, con un equipo lleno de chavales de Lezama, contra un rival dirigido por el Vasco Aguirre, que parecía más bilbaíno que un pintxo.


El partido fue como los de antes: sudor, lucha y garra. En el minuto 50, con el marcador perdido, Oihan Sancet, un chaval de 24 años nacido en Pamplona, marcó un golazo que nos llevó a tiempos extras y después penales. Alex Berenguer marcó el penal de la victoría que hizo que el nuevo San Mamés vibrara como si los viejos leones hubieran vuelto a rugir desde el más allá. Cuando el árbitro pitó el final, las lágrimas me inundaron. No eran lágrimas normales; eran lágrimas con ADN de txapela.


Esa semana, la gabarra volvió a surcar la ría. Las calles de Bilbao se llenaron de aficionados, pero también de algo más: de orgullo. No habíamos ganado con fichajes millonarios ni con superestrellas internacionales. Habíamos ganado con nuestra historia, con nuestra identidad, con chavales que crecieron jugando en campos embarrados y soñando con vestir la camiseta rojiblanca.


Esa noche, mientras me acostaba, pensé en mi padre, en mis hermanos, en todos los domingos vividos en San Mamés. Pensé en los goles, en las derrotas, en las victorias, en las veces que me quedé sin voz de tanto gritar. Y supe que todo había valido la pena. Porque ser del Athletic no es solo apoyar a un equipo. Es ser parte de algo más grande.


Así que, si algún día alguien te dice que el Athletic es un equipo "chapado a la antigua", dile que sí, y que ese es el mejor halago que existe. Porque mientras otros equipos venden su historia al mejor postor, nosotros seguimos siendo lo que siempre fuimos: leones que rugen con el corazón, no con la cartera.


Porque al final, el dinero se gasta, los jugadores se van, pero la identidad… esa nunca se pierde.


Aúpa Athletic. Siempre.

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