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El Eco de la Libertad


 
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El Eco de la LibertadHumberto Moheno

Un hombre en la Nueva York distópica de los años 70, donde las emociones están prohibidas, descubre una conspiración que amenaza con destruir la sociedad. ¿Podrá salvar al mundo de su propia creación? Un relato intrigante y sombrío con un giro inesperado.

Nueva York, 1928. La ciudad se alza imponente, con sus rascacielos como cuchillas oxidadas que cortan el cielo gris. Las calles están llenas de cuerpos que se mueven con la precisión de una maquinaria bien engrasada, pero sin vida. Todos caminan con los rostros vacíos, inexpresivos. Nadie ríe, nadie llora, nadie grita. No hay amor, no hay odio, no hay miedo. Es un mundo de sombras grises donde el color, alguna vez brillante y omnipresente, se ha desvanecido en la memoria de quienes no pueden recordar lo que nunca sintieron.


Iván, un mexicano que llegó a Nueva York buscando algo más que un futuro, es la excepción en esta ciudad adormecida. Trabaja en la Bolsa de Valores, un lugar donde las cifras y los números deberían despertar ambiciones y sueños, pero aquí solo alimentan una maquinaria que no conoce el frenesí del mercado. Excepto para Iván.


—¡Maldita sea! —gritó Iván una mañana cuando las acciones de un cliente se desplomaron—. ¡Estamos jodidos! ¡Vamos a perderlo todo!


Los otros corredores se giraron hacia él, con la misma mirada vacía que siempre llevaban. Uno de ellos, un tipo alto con el cabello peinado hacia atrás, lo miró fijamente y luego volvió a su trabajo, indiferente.


—Iván, cálmate —le dijo su colega, Peter, con la misma monotonía que usaba para todo—. No es para tanto.

—¿No es para tanto? —Iván sintió cómo la ira le hervía en las venas—. ¿No te importa perder millones?


Peter lo miró, frunciendo ligeramente el ceño, como si intentara comprender una broma absurda que no tenía gracia.


—No, Iván. No me importa.


Iván sintió un vacío en el estómago, una sensación que lo perseguía cada día desde que se dio cuenta de que nadie más sentía lo que él sentía. Se enojaba, sí, y no solo eso. Había días en los que la tristeza lo hundía tanto que no podía levantarse de la cama. Y otros, raros, pero intensos, en los que se sentía lleno de una inexplicable alegría. Pero nadie más parecía entender. Nadie más compartía esa carga.


Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por las calles de la ciudad, Iván vio un folleto tirado en el suelo. Era un papel arrugado, sucio por el lodo de la calle, pero algo en él llamó su atención. Lo levantó y leyó: "Baird Development Co". La dirección estaba escrita en letras pequeñas, casi ilegibles, en la parte inferior.


Curioso, Iván decidió buscar la empresa. Pasó horas hojeando las páginas amarillas, buscando el nombre, pero no encontró nada. Preguntó a algunos conocidos, pero ninguno había oído hablar de Baird Development Co. Ni una mueca de interés, ni una chispa de reconocimiento en sus rostros.


Una noche, en una cafetería de mala muerte, estaba hablando con su amigo Tomás, un viejo mexicano que también había llegado a Nueva York para hacer fortuna.


—No entiendo, Tomás. Nadie conoce esta empresa, y sin embargo, siento que tengo que encontrarla —dijo Iván, agitando el folleto frente a su amigo.


Un hombre sentado en la mesa contigua levantó la vista, observándolos con atención. Era un viejo de barba canosa, ojos cansados, y una expresión que no se veía mucho en esos días: preocupación.


—Baja la voz —susurró el viejo mientras se inclinaba hacia ellos—. No hables de Baird Development Co. así, en público.


Iván lo miró sorprendido. No por la advertencia, sino por algo en la voz del viejo, algo que resonó dentro de él, algo que no había sentido en mucho tiempo.


—¿Usted los conoce? —preguntó Iván, inclinándose hacia él.

El viejo asintió lentamente, mirándolo fijamente, como si estuviera evaluando si podía confiar en él.


—¿Tú… sientes? —le preguntó el viejo, con un tono que bordeaba lo increíble.

—¿Qué es sentir? —respondió Iván, no por ignorancia, sino porque no conocía la definición exacta de algo tan abstracto y, sin embargo, tan vital.


El viejo lo miró a los ojos, escrutando su alma.


—Sentir es tener algo aquí —dijo, golpeándose el pecho suavemente—. Un fuego que arde, que a veces te da calor, y otras veces te quema por dentro. Es un nudo en el estómago, una presión en la cabeza, una energía en tus manos que te hace querer agarrar la vida o destrozarla. Es llorar cuando todo se derrumba, es reír cuando sientes que podrías volar.


Iván asintió lentamente. Era eso. Exactamente eso.


—Sí —dijo en voz baja—, sí, yo siento.


El viejo soltó un suspiro aliviado, como si hubiera estado esperando esa respuesta por mucho tiempo.


—Trabajo en Baird Development Co —confesó en un susurro apenas audible—. Es una empresa que pocos conocen, y aún menos comprenden. Hemos desarrollado algo… algo que podría cambiarlo todo. Una máquina, que puede devolver las emociones a las personas. Puedes unirte a nosotros. Puedes ayudar a que la humanidad sienta de nuevo.


El corazón de Iván latía con fuerza. Por primera vez en mucho tiempo, sintió esperanza.


Los días se convirtieron en noches, y las noches en días. Iván comenzó a trabajar con el viejo y un pequeño grupo de individuos que compartían su maldición, o su don, según cómo se mirara. Pasaban horas en un sótano clandestino, entre cables, circuitos y pantallas parpadeantes, trabajando en la máquina que cambiaría el mundo. Se conectaba con las redes, con los sistemas de telecomunicaciones, con las ondas de radio, con todo lo que pudiera tocar las mentes y corazones de las personas.


Cada avance traía consigo un sacrificio. Perdieron a dos miembros del grupo, no pudieron soportar la carga emocional que significaba sentir y terminaron por derrumbarse. Otras persona pasaban a una zona que decía "audición", Iván nunca lo entendió, mejor siguió adelante, impulsado por la idea de que estaba a punto de lograr lo imposible.


Finalmente, una fría madrugada, la máquina estuvo lista. Una enorme consola, conectada a un sinfín de pantallas y cables que zumbaban con una energía latente. Iván y los demás se miraron, nerviosos, expectantes. El viejo le pasó a Iván el honor de presionar el botón que activaría el sistema.


—Hazlo, Iván —dijo el viejo—. Devolverás las emociones a la humanidad.


Iván presionó el botón con un dedo tembloroso. La máquina rugió a la vida, las pantallas se encendieron con un resplandor cegador, y una onda de energía invisible recorrió la ciudad.


Al principio, no pasó nada. Las calles seguían igual de grises, la gente igual de inerte.


Pero luego, lentamente, algo comenzó a cambiar. En la Bolsa, los corredores empezaron a alzar la voz, primero en susurros, luego en gritos. Algunos rompieron a llorar sin razón aparente, mientras otros se abrazaban riendo como locos. Las acciones cayeron en picado, y nadie sabía cómo reaccionar. Un caos de emociones se desató entre los números, que ya no importaban tanto como las sensaciones que los acompañaban.


Fuera de la Bolsa, la ciudad también comenzó a cambiar. La gente empezó a pelear en las calles, las pasiones reprimidas por años brotaban como un torrente imparable. Un hombre golpeó a su vecino por un roce accidental, mientras otros se arrodillaban en medio de la acera, llorando de felicidad o desesperación, quién podía saberlo.


Nueva York se convirtió en un caldero de emociones desbordadas.


Pero lo que debería haber sido un renacimiento de la humanidad se convirtió en su condena. La violencia se propagó como un incendio, y la ciudad, comenzó a desmoronarse bajo el peso de emociones que nadie sabía cómo manejar. Lo que Iván había esperado que fuera una revolución de amor y felicidad se convirtió en un pandemonio de odio y miedo.


Días después, cuando la máquina había cumplido su trabajo y la sociedad se tambaleaba al borde del abismo, Iván se enfrentó al viejo en el sótano de Baird Development Co


—¿Qué hemos hecho? —preguntó, con la voz quebrada por la culpa.


El viejo lo miró con una mezcla de tristeza y resignación.


—La máquina no fue nuestra creación, Iván. Fue diseñada por el gobierno, mucho antes de que nosotros llegáramos. Solo nos dejaron pensar que era nuestra invención, pero todo este tiempo fuimos peones en su juego.


Iván sintió un nudo en la garganta. Todo lo que había hecho, todos los sacrificios, todo por nada.


—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó, casi gritando.


—El gobierno sabía que la humanidad no podía manejar las emociones. Nos querían controlados antes, sin emociones, y ahora, nos controlan a través de ellas. Nos han dividido, polarizado. Nos han hecho sus marionetas, jugando con el odio y el miedo. Y ahora, Iván, la sociedad se ha sumido en una monotonía aún peor que antes. Solo el 5% de nosotros conocía la verdadera felicidad, y ahora, eso también está perdido. Baird Development Co, ha llamado a estas cajas "TV", ya le han cambiado el nombre a la empresa a Baird TV Development Co. y ahora están por llegar a Londres.


Iván cayó de rodillas, sintiendo que el mundo entero se desplomaba sobre él. Había querido cambiar el mundo, pero en lugar de liberarlo, lo había condenado a una prisión aún más oscura.


En la penumbra del sótano, el eco de su fracaso resonó en sus oídos, como una cruel burla del destino.


Y así, en una ciudad que alguna vez soñó con la libertad, solo quedaba en en entretenimiento.

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